En plena travesía invernal del mes de enero nos trasladamos a Ávila, provincia famosa por sus temperaturas bajas, sus páramos de aislamiento y soledad, sus pueblos vaciados de gentes que han emigrado a Madrid y otras ciudades más grandes. Nuestro destino es San Bartolomé de Pinares, de nuevo un lugar totalmente desconocido para todos. Pero para los más iniciados en las fiestas populares españolas este es el escenario de Las Luminarias, un ritual ancestral en honor de San Antonio Abad, que bendice con su festividad a los caballos, mulas, yeguas y burros del pueblo. Un ejercicio folclórico que se ha conservado a pesar de que ya casi nadie trabaja la tierra, menos aún empleando a estos animales. Una celebración que, de manera supersticiosa, pretende purificar a los animales a través del humo y el fuego que se encienden esa noche, a lo largo de numerosas calles del pueblo. Un gancho turístico que a la caída del sol va llenando las calles próximas al ayuntamiento.
A diferencia de otras localidades casi vemos más fotógrafos y cámaras de vídeo que paisanos. Hay tolerancia, hay exhibicionismo y se argumenta lo de siempre: los animales no sufren. Porque cuando jinetes y caballos empiezan el paseo hacia las siete de la tarde, el inmenso grupo de hombres, mujeres y animales debe pasar en algunos puntos por encima de las llamas de grandes hogueras que acaban enrojeciendo los ojos de todos los presentes. Los tres cámaras y nuestro Kike Carbajal pasamos momentos muy duros por el impacto de humo en nuestras retinas, en ocasiones es imposible mantenerlos abiertos. El frío extremo de la noche se va combinando con el botellón alcohólico de los más jóvenes, los tambores que van marcando la ruta de los jinetes, y el constante renovar de hogueras con ramas frescas que emiten un humo denso y a veces asfixiante.
Muchos caballos intentan esquivar las hogueras, aterrorizados, pero empujados a gritos y golpes hacia ellas, con el enfado de los paisanos cuando no consiguen exhibir su valentía delante de todos. Si estás cerca los caballos tienen una mirada de terror, de sumisión, de ganas instintivas de huir. En realidad, nada despierta emoción, aplausos, orgullo. La gente está tiritando de frío, los tres bares del pueblo están llenos, todo parece una rutina cansina. Los más emocionados son los fotógrafos aficionados que comparten con todos las espectaculares fotos de caballos pasando por el fuego. Google está plagado de esos momentos. Nadie parece asustado o conmovido por el mal rato de los animales, obligados una vez más a entretenernos con su dolor. O peor: su callado aguante.